Cuando el poder envejece: política, salud mental y partidos sin relevo
Del costo emocional y económico de envejecer hasta los políticos que se resisten a soltar el poder: Horacio Villalobos aborda la salud mental, Eduardo Ruíz Healy recuerda que “perro viejo no aprende truco nuevo”.
Entre los desafíos invisibles de la mente y los visibles del poder, el país observa cómo el paso del tiempo se convierte en un juez implacable. Horacio Villalobos reflexiona sobre la salud mental, ese tema que durante décadas fue relegado a los márgenes del debate público, pero que hoy se presenta como una urgencia colectiva: ansiedad, estrés, aislamiento, el desgaste emocional que no distingue clase social ni ideología. Mientras tanto, Eduardo Ruíz Healy lanza una frase que resuena con ironía y verdad: “perro viejo no aprende truco nuevo”. Y aunque parece un simple refrán, se convierte en metáfora de una generación política que, aferrada a sus privilegios, rehúsa ceder espacio a nuevas voces.
El costo de envejecer —señala el análisis— no solo se mide en pólizas de seguros o tratamientos médicos cada vez más caros, sino también en la obstinación de estructuras que se resisten a renovarse. Los partidos envejecen igual que sus líderes: pierden reflejos, pierden contacto con la realidad y se atrincheran en su propia nostalgia. En este escenario, el PAN intenta relanzarse bajo un discurso de cambio, pero lo hace con rostros conocidos, con nombres que pesan más por su historia que por su futuro. Lía Limón habla de abrir las puertas a la sociedad civil, pero el eco de los viejos liderazgos sigue marcando el paso.
Fuera de México, la historia se repite con distintos acentos. Nicolás Maduro y Donald Trump intercambian ataques mientras sus ejércitos crecen y los nacionalismos resurgen como si el siglo XXI estuviera empeñado en repetir los errores del XX. Viejos pleitos, nuevas alianzas; el mapa global se reconfigura al ritmo de egos envejecidos que aún creen dominar el tablero.
Y en medio de todo, el ciudadano común carga con las facturas —emocionales, médicas, políticas— de un sistema que envejece sin aprender. Tal vez por eso la salud mental y la salud democrática sean hoy la misma batalla: la de aprender a soltar, a renovarse, a reconocer los límites del poder y del tiempo. Porque cuando los líderes no escuchan, los pueblos enloquecen. Y cuando el poder envejece sin relevo, lo que muere no son los partidos, sino la esperanza de futuro.